¿Qué pasa cuando un auditor detecta un fraude (y cómo actúa)?
Por: Humbert Angelini
Cuando un auditor detecta irregularidades, se activa un proceso riguroso que combina técnica, ética y prudencia. Se trata de actuar con responsabilidad y proteger la fiabilidad de la información financiera.

La figura del auditor suele estar asociada a conceptos como transparencia, revisión contable o garantía de fiabilidad financiera. Sin embargo, uno de los aspectos menos conocidos —pero más delicados— de su trabajo es su papel ante la detección de un posible fraude dentro de una empresa. Aunque la auditoría no tiene como objetivo primario descubrir fraudes, sí debe diseñarse y ejecutarse con el escepticismo necesario para identificarlos en caso de que existan. La línea entre error y manipulación puede ser muy fina, y la forma en la que el auditor actúe marcará no solo el resultado del informe, sino también su propia credibilidad profesional.
Cuando un auditor detecta un indicio de posible fraude, no actúa de forma impulsiva ni emite juicios prematuros. Lo primero que se hace es documentar cuidadosamente la anomalía: puede tratarse de un apunte contable sospechoso, una conciliación que no cuadra, documentos con incoherencias o información que ha sido ocultada o modificada. En esta fase, el auditor no acusa: investiga. Amplía el alcance de sus pruebas, solicita información adicional, compara con ejercicios anteriores, contrasta datos con terceros. En muchos casos, lo que parecía irregular resulta ser un error administrativo o una omisión sin mala intención. Pero si los indicios se acumulan y no encuentran explicación razonable, el auditor debe seguir profundizando.
El paso siguiente suele ser informar a la dirección o al órgano de gobierno de la entidad auditada. Esta comunicación interna es crucial: la reacción de la empresa frente a la advertencia dirá mucho sobre su cultura ética y su voluntad de corregir o encubrir. Si la dirección colabora, reconoce el problema y toma medidas, el auditor podrá reflejar en su informe lo ocurrido, probablemente con una salvedad o una mención específica, pero manteniendo su rol dentro del marco normal de una auditoría. En cambio, si se detecta obstrucción, falta de transparencia o, directamente, una negativa a corregir hechos fraudulentos, el auditor puede verse obligado a emitir una opinión negativa o incluso a abstenerse de opinar. En los casos más graves, está facultado para renunciar al encargo e informar a las autoridades competentes, especialmente si los hechos revisten carácter delictivo.
Es importante entender que un fraude no siempre implica grandes sumas de dinero ni estructuras sofisticadas. En muchas ocasiones, se trata de prácticas aparentemente menores pero reiteradas: manipulación de inventarios, reconocimiento anticipado de ingresos, pagos ficticios, doble contabilidad, cobros en negro. También existen fraudes más difíciles de detectar, como los relacionados con partes vinculadas, activos sobrevalorados o pasivos ocultos. En todos estos casos, el auditor debe aplicar su juicio profesional con equilibrio: ni actuar con excesiva dureza sin pruebas claras, ni minimizar riesgos por evitar conflictos.
Este proceso exige una gran responsabilidad ética. El auditor debe mantenerse independiente, objetivo y firme, incluso si el cliente es una empresa con la que mantiene una relación larga o significativa. La presión puede ser alta, especialmente cuando están en juego reputaciones o intereses económicos. Pero precisamente ahí es donde se demuestra el verdadero valor de la auditoría: en su capacidad para actuar como barrera de contención frente a prácticas que pueden comprometer la sostenibilidad de una organización.
En última instancia, el objetivo del auditor no es “pillar” a nadie, sino garantizar que los estados financieros reflejan, con razonable certeza, la realidad de la empresa. Cuando esto no es así, su obligación no es mirar hacia otro lado. Su trabajo —discreto, técnico, documentado— se convierte en un acto de servicio a la transparencia empresarial, a la protección de terceros y, también, a la integridad de la profesión.
Porque detectar un fraude no es una victoria. Es una señal de que algo ha fallado. Pero actuar correctamente ante esa señal sí es una muestra de profesionalidad. Y ahí, el auditor demuestra por qué su papel sigue siendo esencial en un mundo donde la confianza es un activo escaso pero fundamental.
